Para mantener la intimidad del espacio toda la parte baja está cerrada por una franja sólida que da la sensación de aislamiento al exterior, apenas cruzarla nos recibe un imponente jardín que abraza a todo el bloque constructivo, ahí la calle se empieza a desmaterializar, entramos a una suerte de limbo que es apenas preludio del ingreso al hábitat, desde este punto se contempla sus monolíticas fachadas vestidas de un mortero entintado que al paso del tiempo forma una pátina aportando carácter a la construcción. Entre los dos grandes monolitos, un pasillo-embudo completamente abierto nos lleva a un distribuidor que nos envuelve en una sensación de ligereza y transparencia, haciendo patente el contraste con los bloques constructivos que reflejan robustez, protección e intimidad. Todo se intensifica por un “pesado” rojo al exterior que al interior se transforma a un blanco turbio, lo que logra, aunado a las formas y texturas, una conversación armónica entre el interior y el exterior, invitándonos a la introspección, emocional y arquitectónica. Ahí mismo fundido con las escaleras, un puente nos permite crear distancias etéreas que apenas en dos pasos se pueden salvar.
En esta obra se logra un lenguaje arquitectónico honesto, depurado y emotivo, que hacen del regreso a casa un manjar para saborear